Luz cotidiana

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A las seis a.m. me levanto. En un día nuevo, una oportunidad nueva. Voy con paso lerdo donde las cortinas; las muevo y el polvo hastía mi nariz. Estornudo. Silencio. Es demasiado temprano para cualquier persona sensata durante cuarentena, pues se puede dormir mucho más que lo normal; tengo manías que me han acostumbrado a esta rutina odiosa. 

El silencio fenece con la estridente voz bella de los pajarillos, cual saeta acústica que atraviesa todas las calles circundantes y despierta a la naturaleza; cantan al unísono elevando su vuelo hacia los edificios. Así pasan un rato hasta que el sol ilumina cada rincón de la urbe; después se quedan posados en los árboles.

Sus silbidos comenzaron siendo un horror matutino, pero me animaban con el pasar de los minutos.

Después, a la lejanía suenan clarines, tambores y tubas: es una banda urbana. Qué imprudencia más grande, pensé; inmediatamente me retracté y dije: claro, ellos deben trabajar para sobrevivir. Desde el quinto mustio piso los veía. Se distancian entre ellos para evitar contagios. Van sincronizados como las aves. Cantan ambos una canción de fe. Es inevitable no conmoverse.

Los árboles sonríen, por absurdo que suene, pero eso me pareció a mí. Meneando sus ramas al son de la música. Los músicos, por unas monedas, ofrecen un espectáculo precioso. 

Como agradecimiento, la gente de las vecindades deja dinero, con mucho cuidado, sobre el umbral de sus puertas. Hay recelo en sus rostros, pero la empatía y solidaridad relucen más.

Por mi parte sólo puedo ver. Pues estoy tan lejos, pero veo todo. Haré lo posible para no sólo ver y, con mi generación, luchar por un mundo mejor, por la patria y el pueblo. Debemos evitar que los males de la pandemia se repitan. Llevar con la educación los principios de ética y solidaridad a la economía, a la política, a la sociedad.

Claro, soñar no cuesta. Y escribir, es la mejor forma de soñar. Así que me fui a escribir. Heme aquí, hablándote tras la pantalla.

Foto de Arto Marttinen