Plaga muy civilizada

Es solo durante las pandemias cuando la egocéntrica metrópolis puede ser más consciente de su salvaje condición, encubierta por lo general entre rascacielos y pantallas modernísimas. Para mantener su silvestre clandestinidad, las ciudades prefieren llamarle “plagas” a las especies que mejor aprovechan los excesos del homo sapiens. 

Ratas y cucarachas, la incómoda fauna subterránea de las capitales, ese grupo marginal e indefendible por ningún colectivo animalista, sin derechos más allá de los que la noche les otorga,  – sentenciadas por debajo de los adorables koalas, pandas o gatitos: “Animales de segunda o tercera clase, dotados del soplo vital por equivocación y que perturban la civilidad”, sería más honesto en sus lamentables circunstancias. –

Suerte o castigo, las leyes de Newton nos mantienen sin hipocresías en la misma colonia: el apretado barrio chino de la Ciudad de México, que desde el pasado 23 de marzo, al ritmo de Quédate en casa, bajó las cortinas de sus bufés orientales hasta el suelo. Así, “la plaga”, mermada en su dieta, sin nuestras grandes pilas de inmundicia, descuidó la cuarentena y su itinerario permitido; soy franco testigo: decenas de cucarachas suben temblorosas el callejón de Dolores fuera de sus horarios y los roedores, cada vez más necesitados, se aventuran lejos de sus escondites al interior de los domicilios. 

Las ratas no están más confinadas a laboratorios de pruebas, ni las cucarachas exclusivas para sobrevivir al Armagedón ¡Qué desgracia!; son accidentalmente las especies mejor adaptadas al feroz consumo de las personas. Hará falta que surjan asociaciones protectoras de los derechos de la rata de alcantarilla o de la conservación de la cucaracha de barrio, para justificar la continuidad de las urbes insaciables y de nuestra humanidad muy civilizada, pero voraz plaga, al fin.