“¿Qué le cuesta?”. Una frase que aparece en múltiples escenarios: quizás en las primeras horas de la mañana, mientras una puerta amenaza con cerrarse; quizás a fin de mes, cuando se hace un corte y a seguirle, notas y apuntes que se evalúan, arrojan un número; o quizá, frente a una hoja completamente rayada, acentos, marcas, mayúsculas, hace falta un sujeto en la oración, no hay un argumento claro… ¿y tu opinión? ¿Dónde está tu voz?
Al principio no podía creerlo. Primer día, el grupo esperando y en ningún momento pensé en llevar plumones para pizarrón. Error de principiante, error del que da las cosas por sentadas. Ve y pregunta. Seguramente podrán prestarte alguno. Un prefecto que apenas conozco, una voz que entono con miedo e inseguridad: “¿Tendrás unos plumones que me prestes? Olvidé los míos”.
“¡Hey! Él nos va a dar clase”. El olvido es ahora del conocimiento de todos. Apenas comienza y no trae lo necesario. ¿Con qué cara nos va a dar clase? Recibo dos plumones, azul y negro. “Eso parece”, alcanzo a responder. Subo y encuentro el salón de clases. Veintisiete nombres, veintisiete rostros por vincular y aprender. ¿Cómo se nombran? ¿Cómo se reconocen? ¿Qué les gusta? ¿Qué creen que podamos…?
“¿Qué le cuesta dejarnos salir temprano? Es el primer día y ya estamos cansados. Eso lo podemos ver después. ¿Qué le cuesta?”. ¡Vaya! La frase, ahora que lo recuerdo, apareció desde el inicio. Comienzo a identificar las voces cantantes: los personajes principales de esta puesta en escena que durará un año completo, dos semestres.
La palabra adquiere una importancia mayor: no, las siglas de la asignatura no son esas, la mayúscula debe distinguirse, el acento, no olviden el acento… Regreso a la pregunta: ¿qué le cuesta? Hay días en que no me cuesta nada, es más, lo disfruto. Procuro, naturalmente, no olvidar los plumones.
