Páginas de mi memoria

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Si no me mata el virus, me matará el encierro, pensaba, mientras daba mi acostumbrada caminata de hora y media. Por fortuna hay un patio en la casa, lo que me permite caminar sin salir a la calle. Anteriormente iba a caminar al “Río”, la gente llama a ese lugar así porque hay un río. No hay nada más terapéutico, para mí, que ir a caminar ahí. Llego hasta donde hay un puente, me regreso, me siento en alguna piedra grande y escucho el sonido del agua, sin embargo; ahora no puedo salir, por lo que leo, medito u otra cosa que me haga olvidar por un instante que no podemos salir.

Los días se han pasado rápido, aunque a veces se me hacen largos. Cuando podía salir revisaba constantemente mi teléfono para ver las redes sociales, ahora las veo poco: ya me fastidiaron y no veo otra cosa que no sean noticias sobre el Coronavirus. Recuerdo que al inicio de la epidemia, no me daba tanto miedo: lo veía muy lejano, después entré en pánico, aún no se mencionaba tanto por acá y salía con cubrebocas. Después dejé de tener miedo por el virus, ahora me preocupaban las consecuencias: pobreza, desempleo. Después dejé de preocuparme también por eso, ahora el enojo y el aburrimiento empezaron a ocupar el lugar del temor y la preocupación.

¡Otro día más! -dije- con mucha pesadez: tengo que caminar, luego comeré lo que sobró ayer y estaré en familia, quizá platique con alguien por Facebook o por WhatsApp. Mientras me quejaba de la rutina, recordé la primera vez y la gran impresión que tuve cuando fui al CAIS Cuemanco. Al entrar, muchas sillas de ruedas se acercaron a nosotros; había hombres y mujeres, jóvenes y adultos mayores; algunos parecían niños viejitos. No sabía qué hacer o qué decir, caminé y estuve más de una hora, luego me fui. A partir de esa vez empecé a ir todos los lunes. Ahí conocí a Nicho, que era de Iztapalapa y tenía la cara chata, una nariz gruesa y su singular bigote; a Miguel que no podía hablar mucho, y si hablaba no le entendía muy bien, hablaba en voz baja, lo que sí recuerdo bien era cuando me decía “dame otra galleta” o “dame agua”; a doña Martita que tenía una voz cándida y me recordaba a mi abuela, porque nos contaba muchas historias y te encariñabas rápido con ella.

Cuando llegó diciembre hicieron una posada; fue maravilloso, estaban felices con los regalos, se peleaban por juguetes o por ropa y lo más bonito fue cuando rompieron las piñatas. Casi todos estaban en sillas de ruedas, algunos tenían las piernas amputadas, otros no tenían brazos, otro no tenía un ojo, pero eran felices de romper piñatas, de comer dulces, de recibir un abrazo aún estando encerrados. Muchos de ellos no tenían familia, algunos habían sido olvidados; por mi parte, yo no los olvido, llegué a considerarlos de mi familia, ellos están en las páginas de mi memoria, los recuerdo sobre todo, en estos días de encierro.

Foto de Cameron Earl