Al momento de escoger la carrera que me daría un lugar dentro de la universidad, veía el término de ésta muy lejos, casi imposible en realidad. Escuchaba en mis memorias aquellas voces de docentes que desde primaria repetían las cifras de los pocos que entraban y los menos que salían en el deseo de tener una licenciatura en este país.
Hoy, los cuatro años formativos se me han pasado tan rápido, que a veces aún siento la necesidad de levantarme temprano para llegar 10 minutos antes de las 7:00 a.m. a mi clase de tradiciones teóricas, y sobre todo, para ver a mis amigas, a quienes extraño mucho, muchísimo.
Me percato ahora que, más allá de los conocimientos teórico-prácticos que adquirí en la universidad, en las clases, las tareas y los proyectos, mis recuerdos más atesorados, los que me hacen llorar de melancolía y felicidad, son aquellos que tuve la fortuna de vivir al lado de mis amistades. Salir del salón en bola de primerizos buscando el aula de laboratorio, las infinitas horas muertas que solo podíamos llenar platicando en pastos o probando las delicias del callejón del hambre (con miedo a enfermar de la panza). Tuve la confianza de abrir el corazón a personas reunidas por el hermoso azar, además de sobrepasar el mismo espacio escolar, y encontrar amistades no solo de escuela, por suerte, sino de vida.
No comprendo muchos de mis logros dentro de la universidad sin las personas que estuvieron a mi lado para llegar a ellos. Por lo tanto, para mí, la escuela representa, sobre todo, la amistad. En las amistades también incluyo a mis docentes, que desde el máximo respeto fueron pilares que me brindaron escucha y consejo más allá de la cátedra.
Hoy agradezco a personas importantes que la escuela me dio: Daniela, que es luz y alegría en esta vida, así como a David, que tiene un corazón enorme.
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