Fragmentos de una presencia

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Aunque en la mañana había un sol radiante y bello, ya por las seis de la tarde comenzaba la lluvia; todo era gris y un espeso aire recorría las calles. No podía sino pensar que la tierra se tornaba negra como si fuera un día de luto, como si, a medida que continuaba la propagación del virus, la tierra guardara silencio por su lastimosa suerte. Se me exige  encontrar nuevas maneras de percibir los espacios y aquellas categorías que utilizaba para describir el paso de los días ahora resultan fragmentarias. También me doy cuenta del valor de muchas cosas que antes eran simples huellas; la importancia del silencio, aquel silencio íntimo que perdura incluso en los días más abiertos.

De cierta forma la naturaleza es ahora más visible que palpable, como si el ser humano corriera un diferente curso; es la distancia mediada por la ventana y por el deseo la que manifiesta a la naturaleza como fuerza inconfundible, como un ente que busca adentrarse incluso en la alcoba. La naturaleza es la que ahora rememora la vida de las calles y los espacios. En su violento porvenir y en su belleza que penetra por doquier, surge el deber de contemplarla y recordar que, una vez termine todo esto, seremos nosotros quienes viviremos a su lado.  

Por otro lado, antes consideraba al tiempo como presencia, un acontecimiento absoluto que permitía su aprovechamiento o desperdicio. El tiempo que ahora me envuelve surge como un velo redentivo que al meditarlo se desgarra indefinidamente y no deja rastro de permanencia. Quedar tan alejado del exterior exige que se mediten nuevas formas de expresión; reconocer que en los días pasados cada cosa parecía acontecer de una manera cotidiana y, ahora que aquello se pone en tela de juicio, permitirse reinterpretar el pasado como una vieja y rota foto. Hay que reconocer que la vida no solo se vive allá afuera, sino que existe una vida que tiene pulso aquí dentro. 

Foto de Fabio Jock