El día que murió mamá sin perecer

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Fue una pequeña acción que trajo como consecuencia grandes e irreparables daños: dolor, ira, incertidumbre, desesperación, miedo, culpabilidad, sufrimiento, y ausencia.

Veo el reloj, son alrededor de las 12:00 p.m. Es una noche fría que va llorando tristemente al ritmo de las brisas. Me encuentro en el patio haciendo tarea, pero esta calma que se percibe como polvo se desvanece y sobre la trompeta retumban los gritos de una madre desesperada, para quien lamentablemente el brillo que emiten los ojos de su pequeño se esfumó. 

Causa un impacto profundo saber que la historia de su hijo hoy aquí ha terminado. Comienza a llegar la ausencia, el vacío inmenso que nada podrá llenar. La madre corre empapada en llanto hacia el cadáver deseando regresar en el tiempo, pensando que está sólo en un mal sueño del cual quiere salir pero no consigue despertar. Ella batalla contra la resignación, que la deja sin fuerzas. Desde ese momento todo queda en absoluto mutismo, la noche se vuelve tensa y abrumadora.

Miles de teorías que conspiran alrededor del lecho de muerte se cuestionan si el dolor es el origen. Personalmente puedo decir que el dolor es inevitable, una experiencia somática sin control de medida, muchas veces confuso, pero pleno en su existencia, en su fortaleza que lo arraiga hacia la vida misma. A quince días de su deceso no consigo descifrar el enigma que lo llevó a tomar tal decisión.

Y aunque no encuentro la manera exacta de explicar las sensaciones que me transmitió este lamentable hecho, puedo decir que me ha marcado fuertemente, pues yo también soy madre e hija y para donde quiera que mire se detona sufrimiento. Ese dolor que nadie quiere pero que todos necesitamos.