Dolor

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¡Ay vida mía! (Suspiros.) “Tú a mí me quieres y yo te quiero, la puerta negra sale sobrando” entonan los Tigres del Norte en una tierna balada sobre una puerta que obstaculiza un romance prohibido entre dos quién sabe quiénes que podríamos ser cualesquiera de nosotros. El dolor nos hace, nos destruye y nos rehace. Para que algo duela debe importar, tener relevancia en la vida interna de un@. Ya que importa y se rompe o se pierde, duele. Lo que duele crece y se transforma. Pienso que me tocó estar en este “valle de lágrimas” para aprender acerca de la muerte. Duele lo que muere, para pasar a ser otra cosa. 

El dolor es una angustia en el pecho, uñas a medio comer, lágrimas en un hombro (con suerte), en una almohada (sin ella) o en un “Cristo de fierro” (si la cosa ya es desgraciada). Te lo topas sin querer como a un aparecido, un cadáver o la muerte. Sin pensarlo y, por supuesto, sin desearlo, un día te lo encuentras irremediablemente. Entonces el dolor se convierte en una condena, una canción, una escalera, una cobija o una “escuela de calor”; de perdida, en una historia para los nietos y las comadres. 

Las aventuras del dolor nos humanizan, nos separan o nos unen. Nos separan cuando son secretas y se cargan a cuestas como la lápida del Pípila. Nos unen cuando se confiesan en plena intimidad con un otro que nos hace testigos de nosotros mismos. Las mejores amistades provienen de un momento de aparente flaqueza convertido en confesión. El vínculo que nace de dos que se transparentan en la pérdida es imborrable (varios años de testimonios personales avalan esta afirmación). 

El dolor puede ser una cruz o una cadena, una lista de penas o una forma de conectar con el prójimo; en el mejor de los casos, nos encontramos a la luz de los ojos de alguien que ha pasado por lo mismo. Benditos sean los ojos verdes, cafés o color vida que han comprendido a esta alma en pena y, a veces, en celebración. 

El sufrimiento lo mide el que lo siente; desde afuera se desestima o se enaltece, inclusose le huye. El dolor ajeno es muchas veces como la lepra: o lo ves de frente y cooperas como Teresita de Calcuta o le corres y te compadeces,sin sentir realmente nada. El sufrimiento, así, es una cadena perpetua por elección, subproducto del dolor. Cae el aguacero y un@ decide cuánto tiempo estar mojado antes de guarecerse bajo un techo, un paraguas, un cartón o, de plano, nada. 

Para abrir el corazón, es necesario un dolor que lo rompa y un amigo que escuche el crujido. 

Gracias a: Gema, Héctor, Ana, Lourdes y Sebastián; Alejandro y Valeria; Chole y Nicola; y Laura, quienes han escuchado de todo para que su servidora siga de pie en este baile llamado vida. Gracias por estar.