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Hace casi un mes que me resguardo en mi casa. El tiempo se ha distorsionado como nunca. Por lo general, es lento y denso como el aire caluroso de los últimos días. El presente, queramos o no, existe más que nunca, pero nos atormenta el futuro. Desgraciados todos los neuróticos, los ansiosos, los que viven para planear el mundo.   

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Lo normal es maldecir, incluso a uno mismo, pero hay quienes han preferido bendecir y enaltecer al virus. Se han registrado vástagos con el nombre de Coronavirus. Las panaderías exhiben con orgullo creativo un nuevo híbrido: la conchavirus o el conchavirus (no hay distinción de género). Para celebrar en contexto los aniversarios recientes, los piñateros diseñan con engrudo y periódico la forma animada y alegre del Covid-19. Queda ese resquicio de optimismo, de humor ramplón, de escapismo que de vez en cuando nos aligera el rostro endurecido por la pandemia. 

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En el mercado, el virus se reduce a un polémico partido de futbol. Todo está arreglado. Como viejos lobos de mar, los abarroteros se han acostumbrado a hacer oídos sordos a las noticias de los periódicos e informes del gobierno. Después de tantas mentiras, ¿cómo no desconfiar? Desde tiempos ancestrales la verdad oficial es la verdad sospechosa. La mitología del virus es la consecuencia del desencanto político. Pero lo importante ahora es sobrevivir, ganarse el pan de cada día. El virus es el mal menor para el que han vivido siempre las calamidades del presente. Para el que no tiene futuro, todo lo demás es política y toda política es un invento del gobierno.

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Después de esto, no habrá excusa, todos sabremos lavarnos las manos correctamente, estornudar detrás del codo y calcular una distancia exacta de dos metros. Pero después de esto, todos seremos iguales ante el Covid: inconscientes, parasitarios, virulentos.

Foto de Fey Marin en Unsplash

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