Eres una hormiga. No sólo porque vives hacinado con otros de tu misma calaña, que trabajan asaz, sino también porque tienes una rutina hierática a la que rinde tributo cada luna. Las hormigas no duermen, lo sabes bien. Mira tan sólo cómo te quedas con la panza arriba viendo el techo, tomando tus muchas antenas de azabache, y estirando tus extremidades; en la quietud de la noche y de la madrugada esperas la llegada del alba para volver a tu rol en el hormiguero.
Qué es un país sino muchos hormigueros, de todo tipo, trabajando al unísono. La armonía de la naturaleza que admite depredadores y depredados. El grande se come al pequeño, las masas colonizan otros hormigueros. Es menester cumplir tus obligaciones. Lo sabes bien.
Tan temprano y tus ojos aciagos se tallan con las pezuñas rojas: tu color tostado se esfuma y, al menos, puedes ver tu sangre. La luz que llega a tu hormiguero es torpe y es mejor evadir la luz total: quema tus sentidos. Diligente tomas el sacudidor para acompasar la marcha de la otra hormiga de tu mismo rango; cada quien en su tarea, cada quien en su congoja, cada quien en su rubor y cada quien harto de su labor. Esperas acezante la comida, aunque ya te haya aburrido el sabor: saben que deben cuidar bien las reservas. Reconsideras, entonces, si es conveniente tener tanta ropa, tanta máquina mohína que se oxida porque la usas de vez en cuando y, reparas en algo: de los lujos no se come.
Qué darías por salir a comer algo verde, a que se nutra tu rubor y se tueste tu piel en el sol de verano.
Cavilas y te replanteas si consumes sólo lo menester; así comprendes que es mejor cuidar en vez de destruir. Tienes ideales y pasiones; lo sabes porque desde los barrotes de tu ventana, al lado de tu escritorio, ves cómo la naturaleza recupera una batalla perdida.
Quizá y tan sólo quizá es momento de reconsiderar tu importancia en la red de hormigueros. Y así ser embajador de la naturaleza, porque… ¿trabajas para la vida o para la muerte?
Foto de Emily Rudolph