El hombre que camine dentro del reloj no lo tendría guardado en el bolsillo; antes bien, apelaría al ejercicio racional de mirar delante de sí mismo las secuencias, una tras otra, que los segundos que pasan frente a él materializan, solo para evaporarse de inmediato.
El hombre que mire dentro del reloj pertenece a una extensión de la mente en la que esta pregunta tiene sentido. ¿Qué significa mirar dentro del reloj sino pretender mirar dentro del tiempo? ¿Qué significan la animalidad, los vestigios de vida humana y la puntualidad fuera del tiempo? En el tiempo mismo se conjuntan los tres escenarios: pasado, presente y futuro y, en un movimiento casi sutil, todos los momentos son uno solo, donde todo es inmaterial; todo es posible y nada a la vez.
El hombre que mira dentro del reloj se burla de aquellos que son puntuales en el compromiso porque temen llegar tarde a la muerte; ¿será que no tendrán nada que hacer? Quien mira dentro del reloj mira hacia todos los lugares, observa los engranajes gigantes hechos de metales pulcros que trazan la hora y dibujan el día (solamente con un doble par de números, por supuesto).
Quien mira dentro del reloj se ha dado cuenta que medir la vida implica, tácitamente, que la racionalidad la atraviesa por completo y que “no hay segundo en vano”. No hablamos de alguien más que del Tiempo mismo, si es que puede llamarse fuerza, si es que puede llamarse unidad, individuo, si es que puede llamársele algo.
El tiempo es una consecución de presentes, de impresiones sensibles; es la película interna que la memoria unifica, esta es una idea banalmente humana. ¿Diremos entonces que el tiempo habla de sí mismo? ¿No es solamente una consecución de actos? El silencio del tiempo nos atraviesa: ¿no nos encontramos, una vez más, hablando de nosotros mismos –a través de conceptos– para tratar de explicar el mundo?
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