Y pienso y pienso

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En este viaje cualquiera se vuelve viejo. Las arrugas de mis manos me hacen pensar en el día en que ya no tendré que hacer este recorrido tan largo; en el día en que ya no me despediré por la mañana con un “voy al trabajo”. Y dejaré de hacerlo, quizás, por la simple razón de que este cuerpo cansado se volverá un lastre para sí mismo.

Pienso que si tuviera un salario decente, no me preocuparía tanto. Si recibiera el mejor salario del mundo, esa vejez próxima descansaría en la tranquilidad de los escenarios de las revistas, aquéllas que pintan a ancianos felices esperando el final. Puesto que no tengo hijos que se ocupen de mí ni pertenezco al sistema de futuros pensionados (ya que trabajo por honorarios), sería entonces capaz de hacer de estos viajes una especie de inversión. Volverlos una forma de garantizarme bienestar hasta el último día.  

Pero no es así, y toda mi paga no alcanza para responder simplemente qué será de mí la próxima quincena. ¡Vaya! 

Ahora pienso en mi madre y me es difícil imaginar si se ha enfrentado al mismo problema, pues ella ha dado mucho en beneficio de otros. Se ocupa de actividades sin las que la vida de los miembros de la familia no podría continuar, tal vez ni siquiera en sentido biológico. Se encarga de preparar alimentos, atender la higiene, cuidar a los demás, administrar el dinero y  educar, y todo por casi nada. Ella, que no recibe nóminas ni días libres, ni siquiera el reconocimiento de su trabajo, ¿tiene realmente la oportunidad de manejar su futuro?

Pienso de nuevo en el mejor salario del mundo y ahora creo que sería aquél que no invisibilizara las labores domésticas y que esté destinado a pagar el tiempo, el sustento, la salud y la recreación de los hombres y mujeres dedicadas a ellas. Un sueldo que contemplara el hecho de que nuestro desarrollo depende de actividades que histórica y culturalmente hemos despreciado. 

Y pienso que llegará el día en que será real lo que hoy imagino. 

Foto de Félix Prado en Unsplash