“Todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar”

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Entre una noche fría de otoño y el sonido de veinte claxons, se encuentra un vehículo de cuatro ruedas con sesenta y seis personas arriba. Los grados bajo cero parecen no existir dentro de él. Mujeres, hombres y bebés se convierten en pequeños alfileres flexibles con la intención de que más personas puedan llegar a su destino. 

Hay jóvenes durmiendo con la cara pegada al vidrio. Dos mujeres platican sobre su situación laboral; una de ellas no ha visto a su hija hoy, pues la dejó durmiendo, y si el tráfico sigue así, probablemente la encuentre igual. Una chica habla por teléfono con su madre, a quien le dice que hoy llevó otros zapatos y que fue la decisión incorrecta, pues le cortaron el pie, y ahora solo piensa en llegar a su cama. 

Siguiente parada: se suben trabajadores de una plaza comercial. Parece que ya no cabe otra alma en el vehículo. Las personas que van sentadas se ofrecen a cargar las pertenencias de los trabajadores bajo la idea de que todo cabrá en ese jarrito si se sabe acomodar. La gente conversa: nueve horas de pie, jefes que gritan, clientes que se niegan a utilizar cubrebocas poniendo la vida de los trabajadores en riesgo, turnos dobles, comidas de cinco minutos, vida laboral sin prestaciones, sin garantías. 

El chofer abre las puertas. Las personas que deseen abordar deberán colgarse de un tubo, tener cuidado si un coche pasa cerca y aferrarse a un compañero en las vueltas pronunciadas. Un niño cuenta del uno al cien, una y otra vez, pues piensa que al terminar la cuenta estará en casa. Más de sesenta y seis desconocidos en un camión que no se conocen pero que en esa hora de camino compartieron el cansancio y las ganas de llegar a casa. 

Quizá se vean mañana, quizá ya nunca. 

Pero mañana tratarán de abordar ese vehículo una vez más.