A Daniel

—¿Has venido a perdonarme? Escogiste un mal momento. No puedo estrecharte la mano, mucho menos abrazarte. Pero, dime, ¿desde qué hora estás aquí? No te vi llegar. Es raro porque siempre estoy frente a la ventana, observando la avenida Insurgentes, una avenida cada vez más silenciosa y torpe. No, no me das miedo. Al final supe que vendrías. Aunque no me haré el valiente. Sí, le temo a los maniquíes: los recojo de la sala y los encierro en el armario, junto a la máquina de coser y las telas de mi mamá; y, de pronto, se escapan del mueble y se sientan en los sillones. Cuando los veo de vuelta, inmóviles, las piernas se me entumen. Veo sus cinturas estrechas, sus cuerpos enteramente desnudos y huyo a la habitación. Cierro la puerta y le tomo la temperatura a mi mamá. A veces los oigo tocar, el golpe ligero se extiende en la habitación; en otras ocasiones han girado la manija y entreabren la puerta, se asoman y, con sus ojos ausentes, me miran. Saben que les temo, saben que pronto tendrán el valor de atravesar la puerta. ¿No te aburro con mis historias? Debo admitir que me da gusto que estés conmigo. Ahora sí, y antes de que te vayas, debo pedirte una disculpa. ¿Te parece si te cuento cómo me he sentido? ¿está bien para ti? Bueno. Poco después de lo que pasó, el calor llegó a la ciudad. El sol estalló sobre nosotros, abrasó el cielo y las casas. Las paredes reverberaban una luz blanquecina. Y, sin embargo, en la tarde cayó la lluvia. Las gotas resbalaban lentamente sobre la ventana. Las noches se volvieron largas; a veces ni siquiera estoy seguro que hayan terminado. Me despertaba nauseabundo. Desde que llamaron para avisarme de tu fallecimiento, los días y las noches son así, llenas de lluvia y calor; siento que todo se convirtió en un sueño, un sueño sordo e iracundo. Lo peor es que pude haber ido contigo. Pude estar ahí, despidiéndome, pero no lo hice. No existía el encierro ni la cuarentena. Los pájaros volaban con ramas en los picos y los perros ladraban desde las azoteas. Hace mucho que no oigo ladrar a los perros. Ahora sólo se escuchan rumores. A todas horas me repetía lo mismo: ¿por qué no estuve ahí? La misma noche en que me avisaron de tu funeral, me imaginé un cuarto blanco, con coronas de flores y en medio un féretro. Tu féretro. La caja de madera estaba rodeada de sillas vacías. Tú no debiste morir así. Merecías más. Después de unos días, mi alcoba comenzó a oler a crisantemos y rosas. Fue entonces cuando mi mamá presentó síntomas. Preferí mudarme a su habitación para cuidarla. Me duermo en el piso, junto  a su cama, y me cubro con una sábana tejida por ella. He tenido pesadillas. Entran por nosotros la fiebre, los maniquíes. No puedo dormir y sólo atino a tomarle su mano. Pero ahora que estás aquí me siento irremediablemente tranquilo.

—¿Con quién hablas?

—…con mi amigo. 

—¿Ha venido de nuevo?

—Sí. Preguntó por ti. ¿Cómo te sientes, ma?

—No he hecho otra cosa más que dormir. Pero por fin tuve un sueño. Era un sábado por la mañana. Me preparaba para irnos a desayunar. Salíamos de casa. Abría la puerta y la mañana, con una brisa ligera, rociaba mis brazos. Llevaba un vestido hecho por mí: de eyelet, ligero, blanco y con hojas de limbo que caían hacia los muslos. Desearía soñar todas las noches. 

—Al menos por hoy soñaste con algo.

—¿Crees que todo salga bien?

—Sé que es una noche menos. 

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Omar Barrientos Nieto, nacido en septiembre de 1996 y egresado del CCH Vallejo; actualmente, pasante de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

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