Como el martillo, impetuoso y preciso,
que halla el clavo temblando en la pared,
el Trabajo encontró niño a mi padre,
pegándole hasta hundirlo
entre los pasillos de la Central de Abasto,
en donde, cargando cajas de mango,
manojos de cilantro y pencas de plátano,
cambió los juegos, la escuela y los sueños
por el pan en la mesa antes vacía.
Como el ratero, robado el dinero,
que huye del policía asesinando,
el Trabajo, cansado de alzar de tierra árida
pútridos futuros sin hoy, se fue
con la salud, el hogar y el temor de mi papá,
quien lo buscó en enseñar, aun sin paga,
a leer “discriminación” y escribir “basta”;
en triplicar la quincena en un billar de Neza;
en vigilar las calles o en madurar jitomates;
e incluso en amar a quien sería mi madre,
cuyas manos a sus labios acercaron sus lunares;
y ágape barato a los platos quebrados de La Merced.
Como el cazador rapaz en cuya trampa cae
el lobo sitiado por los balazos que lo arrancan
de su manada,
el Trabajo disparaba, desde el neoliberalismo,
balas de deudas, desempleo y delincuencia
que acorralaron a mi padre en el desierto de Sonora,
en que se arrastró guiado por el dólar, herido de sol,
perdido sin coyote,
perseguido por la migra, acechado por los zopilotes,
hasta ser encerrado en la jaula del sueño americano,
cuyas máquinas de esclavitud, consumismo y soledad
extirparon de mi padre sus recursos corporales,
sin los cuales, inservible, las cadenas del ICE tiraron
su cuerpo agotado en un México ahogado en sangre,
en que la pobreza y la enfermedad saciaron su hambre.