Te agradezco, viejo amigo

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La adolescencia es un período caracterizado por la soberbia, el egocentrismo, la necedad, la rebeldía, el hermetismo, el silencio, la indiferencia y el desapego; el adolescente padece de ensimismamiento irracional, goza la paciencia inagotable de sus padres y asume que no hay mayor sufrimiento que el propio. El final de una relación adolescente, el adiós de aquel primer amor, presuntamente eterno e irrepetible, se incrusta en los recuerdos como el veneno de una cascabel y, análogamente, pudre las pocas células sensatas, ocasionando una hemorragia pasional. El adolescente, cegado por la insuficiencia de aprendizaje, cree conocer el dolor.

Con el paso de los años, aquel capullo descubre que la congoja y el desconsuelo, difícilmente vencidos, no fueron más que simples gotas de un mar que, por su inmensidad, es imposible navegar enteramente y sobrevivir. Solo a través de las vivencias, de manera dosificada, llegamos a conocer la magnitud del verdadero dolor. 

Vivir es sufrir: lo dicen el budismo, el empirismo y un servidor. El beso ajeno de aquella novia, ese que te despedazó el alma, en nada se compara a la muerte de la única persona que te vio crecer, que sostuvo tu mano cuando dabas tus primeros pasos y para quien, en un acto de justa reciprocidad, sostuviste la suya cuando la osteoporosis amenazaba con destrozar el fémur, el peroné y la tibia en una sola caída.

La arrogancia adolescente impide acercarse al mundo y a sus azares con claridad, y lleva al primate inexperto a concluir falsedades y equívocos. El dolor es parte tan importante de la experiencia humana como lo es la empatía, y están irrevocablemente unidos, pues del primero nace la segunda: son quienes más han llorado, aquellas soledades más penetrantes, que, sin dudarlo, extienden la mano al desfallecido y abrazan al doliente.

El desprecio adolescente imposibilita retratar la realidad fidedigna, pero es el dolor, tremendo erudito, quien resarce toda inconsciencia cometida, brinda una segunda oportunidad y enseña a apreciar las maravillas que yacen dispersas entre cotidianidades e insignificancias. Es el dolor, él solito, quien se encarga de enseñarnos a amar la vida.