Nos han dado el agua

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Después de la Guerra, todos creíamos que lo peor había pasado. ¿Cómo se iba a acabar el agua si cada año las tormentas eran más fuertes? Y, aun así, ocurrió. El agua de la lluvia se volvió imposible de beber, y el mar consumió hasta la última reserva. Me encargaron de ir al Gran Invernadero, un lugar donde, cuenta la leyenda, encontraron el rito olvidado de la purificación. Era una misión suicida, encomendada sólo a los herejes. Sin embargo, lo encontré.

En medio del desierto, en un lago seco escondido entre los cactus, un gran complejo de mantas blancas refleja el sol del verano eterno. Ahí conocí a Genoveva y a sus hijos. La mujer era una bióloga en los tiempos antiguos. Guardó un pequeño purificador y vagó por el páramo hasta que encontró un charco de agua turbia. Durante todos estos años sus hijos y ella han reciclado la misma agua, que guardan en un gran tinaco.

—Cada día es menos —me dijo —. Recuperamos el agua de las milpas, pero siempre se pierde un poco. Iremos contigo y llevaremos el purificador a tu tierra. 

Un día antes de la partida, me perdí en un plantío. Jalapeños. La fruta legendaria era real. El corazón de los antiguos héroes. Comí cuántos pude, no podía dejar la oportunidad. Jamás había sentido tanto dolor en mi vida, pero el mito contaba que esta fruta podía dar la vida eterna. 

El día llegó y pasé al baño. Todavía sentía el dolor de ayer. Poco sabía yo. Mi trasero se convirtió en un lanzallamas, y su fuego era más ardiente que las brasas de Don Goyo. El dolor era mortal. Corrí al tinaco y lo utilicé para apagar el fuego. Antes de darme cuenta, toda el agua se fue, y el piso caliente estaba seco.

El sol terminó con Genoveva hace ya algunas horas. Solo quedamos yo y su hijo mayor, pero no creo que lo logremos. Tenemos mucha sed. Además, todavía me arde mucho el culo.

Foto de Meritt Thomas en Unsplash

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