La final

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Te mueves casi aleatoriamente dentro de la cancha, es evidente que te metieron por mero compromiso y que el puesto de defensa es en lo que menos estorbas; la carne de burro no es transparente pero al menos sirve para parar balonazos. Le echas ganas nomás por… ¿por qué? El uniforme ni es tuyo, no te caen bien los del equipo (ni tú a ellos), no defiendes a tu colonia y de estrategia en el fucho nomás sabes lo que tu papá le grita a la televisión (y que no te grita a ti por el inconveniente de ser su hijo). 

De cualquier forma ya estás dentro, te metieron en los últimos partidos y, aunque no compartes la fiebre futbolera, al menos podrás presumir que llegaste a la final. Pero qué final, los partidos anteriores habían estado medio parejos, ahora resulta que tienes que ponerte ante unos altototes ya como de secundaria. Estos pegan más recio y no te avientas a parar los cañonazos aunque veas al entrenador apretar de más las rejas. Te sorprenden las muchas mentadas que pueden caber en un «échale más ganas» antes de regresar al segundo tiempo.

Quedan como 5 minutos para que acabe, están en un dramático empate y sientes que ya no tienes nada que perder. Recuerdas las infracciones de juegos anteriores, según por aventarte muy feo a los jugadores, pero más feo es aguantar tanta mala onda que te has cargado los últimos viernes por la noche como para regresar a tu casa con las manos vacías. Avientas patadas, brazo, pecho y, entre tanto, la cancha se inunda de gritos a los que no les prestas atención para que suenen a porras. En una de esas, por primera vez en todo el partido, tocas el balón, que milagrosamente diriges a uno de los tuyos y que encuentra el fin dentro de la portería enemiga. 

Ganaron, ganaste, ganaste el torneo Naucalpan 2009 (no todo Naucalpan, pero así se siente) con solo 3 partidos jugados. Entre abrazos que se dan los otros, tú te diriges a la mesa que pusieron en el centro de la cancha, te vas formado de una vez porque andan entregando los trofeos y tus cálculos te dicen que no van a alcanzar. Posas para la foto con trofeo en mano, orgulloso de tu logro e ignorando la indicación de compartir la base con quienes no alcanzaron. Llegas a casa, colocas el premio dentro del clóset y te olvidas del fut para siempre. 

Foto de Fauzan Saari en Unsplash