Pocas veces he sentido una conexión inmediata con la obra de alguien, quizá porque para sentirme plenamente identificada debo generar un lazo con la persona detrás de la obra o de los rastros que deja en ella de sus obsesiones, su sensibilidad y sus apegos.
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Pensé este texto primero como una síntesis de La doble vida de Verónica; quise, como en otras ocasiones, centrarme en el argumento y la manera en que Krzysztof Kieślowski utiliza el recurso del Doppelgänger para generar un tratado acerca del doble. Quería subrayar que a partir de esta película su filmografía se encaminó para llegar a la trilogía de los colores. Pero descubrí que quería hablar no sólo de Weronika y Véronique, de su encuentro en la plaza de Cracovia, de cómo existen hilos invisibles que parecen sincronizar sus vidas. Necesitaba escribir además sobre mi vínculo, tal vez lejano e imposible, con Kieślowski.
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La doble vida de Verónica relata las historias de Weronika, una joven polaca que es una cantante brillante, y Véronique, quien vive en Francia y guarda muchas similitudes con Weronika, como la pasión por la música, un padecimiento cardiaco y un extraño sentimiento de no estar en soledad que se anuncia desde este enigmático diálogo: «Toda mi vida me ha parecido estar aquí y en otra parte». Lo que me llevó a sentir afinidad con este film fue su inquietud por retratar los instantes en que todo cambia: los encuentros, los entrecruzamientos, los intersticios. ¿Quién no desearía detener el tiempo y analizar de cerca lo fortuito?
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Vuelvo a lo que en un principio me puso a escribir sobre Kieślowski. ¿Fue la obra en sí misma? No, fueron los afectos. A Weronika y Véronique, como a mí con la historia, las une algo más: sentir que en otro lado hay alguien tratando de resolver el mismo acertijo que yo. La fascinación y el extrañamiento de vernos reflejados en otro rostro.
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