Reminiscencias

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Mi nombre es Yo. Frecuentemente me harto de mí mismo, es decir, de los y las que me conforman. La vida consiste en «derribar algo de uno mismo que quiere morir», escribió Friedrich Nietzsche. Por esta razón, me he convertido en un asesino. De las palabras a la ejecución hay una gran brecha, la cual pasa dolorosa factura a mi memoria cada vez que la atravieso. Sin embargo, el precio lo vale, pues me permito experimentarme, conocerme mejor y crecer.
       El propósito de mis asesinatos no es complacer a alguien fuera de mí (ya que yo soy Yo y no lo que tú dices que yo soy), sino intentar sentirme totalmente o en gran parte Yo. Pero ¿puedo serlo sin mi lengua (que no es mía)? ¿Sin mis ancestros (que no tuvieron las herramientas para cuestionarse)? ¿Sin las personas que no están (pero cuya ausencia está presente)? ¿Sin las tradiciones (cimentadas en los huesos y la sangre de gente olvidada)? En otras palabras, ¿es real la interdependencia entre Yo y los fenómenos del mundo? 
       En la literatura he encontrado diversas representaciones de los que son Yo. A veces siento mi ser escindido como el monje capuchino de E.T.A. Hoffmann y reconozco innumerables partes de mí en el exterior. Me proyecto en objetos, en otros seres y me comparo y me desconozco. En otras ocasiones me siento como Gregor Samsa, ajeno a mis consanguíneos y a quienes me rodean, tanto que no distingo mi imagen de la de un insecto. Es tan agotador que por momentos me gustaría desprenderme de mi sombra como Peter Schlemihl y librarme de ese doble que desaparece en las tinieblas.
       Los personajes literarios me permiten identificar a los que están en mí. Una vez hecho el análisis, decido si viven o mueren. No obstante, es sabido que la muerte no supera el recuerdo, por lo que los fantasmas de Yo me acompañan y probablemente observan cómo los sustituyo por otros que son más Yo que ellos.