Hace años, Louise Glück escribió un poema corto sobre su amante: un hombre que se rasura frente al espejo. Mientras él rasga su carne “desdeñosamente y sin titubeos”, ella lo observa y también a su reflejo. Dos de él. Uno que existe en la realidad y otro que es una mera fantasía. Uno que sin temor alguno sostiene una navaja afilada en la mano. Otro que, angustiado, se rasura “como un ciego”. De repente, el amante se da media vuelta y Glück concluye diciéndole que es “un hombre herido, no / el reflejo que deseo”. El medio hombre, uno de los dobles, no era más que una imagen temporal en el cristal.
Por su lado, Gabriela Cantú escribió que somos material peligroso, que ciertas cosas sólo deben verse durante unos segundos porque “de otra manera se arriesga demasiado”. El riesgo de darse cuenta de que del otro lado del espejo se esconde un doble que no es real. Sin embargo, en otro punto del poema, la autora mexicana establece que “[e]l otro eres tú. Tú cuando te alejas y / te observas extraño, tú cuando no reconoces tu / propio cuerpo”. Cantú termina reconociendo que esta sensación sólo es temporal: un fantasma que aparece y desaparece dependiendo de la luz que entre por la ventana.
Yo, como ambas escritoras, estoy a la mitad: no sé si soy el reflejo o la persona frente a él. Si soy el hogar abandonado que se observa al fondo o si soy el cuerpo inerte que sostiene la mirada medio vacía. Estoy ahí, en la orilla, en el borde. A la mitad. Entre fuiste y eres. Entre serás y jamás. En mi reflejo viven todas esas yos. Las yos que fui y seré, las que nunca fueron y las que estuvieron a punto de ser. Dentro de mí arden varios fuegos: algunos que nacen extintos y otros que son llamarada. Dentro de mí arden fuegos de varias fraguas. Soy la doble y no. Soy nosotras dos.
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