Bullicio callejero

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Los pichones vuelan alto, pero no llegan lejos. Caminan sobre las aceras entre el tráfico de cientos de pies que van y vienen en todas direcciones a diferentes velocidades, con diferente calzado. Todas las mañanas me despierto al ritmo del tacón más ruidoso, ese que marca el paso a los demás transeúntes. Por aquí, por donde yo duermo, suele pasar mucha gente. Es un buen lugar para pedir limosna o trabajar en los cruceros si te favorece alguna gracia. 

Hubo una ocasión en la que intenté ser tragafuego. En aquel entonces conocí a un panameño que estaba de paso por la ciudad. Se había montado de trampita y tuvo la mala suerte de ser asaltado en el vagón del tren donde viajaba. El tipo había trabajado en un circo e iba con rumbo a los Estados Unidos a probar suerte en alguna constructora. Durante un par de días lo acompañé a los semáforos para observar cómo lo hacía hasta que llegó mi turno de sostener la antorcha. En ese instante, sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo y el miedo se apoderó de mí al saber que el siguiente escupitajo no sería con agua, como lo había estado practicando. Para mi mala fortuna, escupí sin expulsar el aire suficiente y el fuego alcanzó mi cara. Esa tarde terminé en el hospital general del estado con quemaduras de segundo y tercer grado en el interior de mi boca, mi mentón y mi cuello.

No supe más del panameño, pero sí supe que el poco dinero que gané limpiando vidrios de coches ya no estaba en mis bolsillos. 

Han pasado años desde aquel accidente. Desde entonces, he buscado encontrar alguna gracia que no tenga que ver con el fuego. Soy un buen malabarista, boleo zapatos, pero soy un pésimo payaso. Ni siquiera cargo con la gracia de Dios que quiere morar en nosotros y enseñarnos amor, paz, humildad y bondad. Digo, tampoco tengo la atención del señor presidente y nunca he participado en las elecciones. Ojalá que Dios escuchara mis súplicas y me bendijera con una chambita o por lo menos con una despensa a cambio de vender mi voto. Pero a eso voy… yo no existo. No tengo una identificación, no tengo papeles. Soy parte del paisaje de la gran metrópoli y a menudo me suelo camuflar con los residuos de la calle. 

Mi paisaje es de color gris y asimismo mi porvenir. A primera hora del día mi nariz aspira los humos negros que escupen los automóviles en su trayecto y las motocicletas en su ruta de reparto. El dióxido de carbono es natural para mí, es parte de mi esencia por la ausencia de perfume. Discúlpenme si los ofendí o los hice sentir incómodos con mi olor; cerraron la llave de paso en la fuente donde de vez en cuando tomo un baño. Mi ropa, mi paño, mi cobija y mis zapatos son las únicas cosas que cargo. 

Ha pasado mucho tiempo desde que no duermo en un colchón; las piedras en el asfalto y las grietas que lo parten son el único confort al que aún no me acostumbro, porque desde que las bancas de autobús tienen tubos que las dividen me resulta imposible recostarme sobre ellas. Me gusta dormir en las bancas de los parques o debajo de los árboles durante el día. De noche es casi imposible conciliar el sueño. A veces, duermo con un ojo cerrado y el otro abierto por temor a que alguien me lastime. Para pasar las noches me busco cartón y papel, me cobijo de pies a cabeza y me acuerdo de las orugas al hacer su capullo, con la única diferencia de que cuando despierto yo sigo siendo un gusano.

Imagen de portada Pxhere