Es cierto, don Octavio, las palabras pueden convertirse en una “taquigrafía débil y absurda del alma inexpresable”. Sin embargo, también pueden provocar lo ominoso, pueden volverse una manera de liberar al otro yo (¿u otros yos?). 
       Cuando uno se mira en el espejo, comprende que está mirando un fragmento, una parte que aspira a ser un todo, y también que ese todo puede convertirse en aquello que deseamos, idealizamos o, incluso, reprimimos. Sin embargo, vale la pena preguntarnos: ¿somos más de lo que creemos ser? No sabría decir.
       Tal vez podría afirmarse que somos menos si nos concentramos en el ideal ateniense del kalós kai agathós (lo bello y lo bueno) o en el ideal moralista inglés del gentleman, en los cuales podemos encontrar una similitud fundamental: que ambos sacaban al hombre de su yo original y lo convertían en otro yo. Un otro yo que recogía el fragmento y lo convertía en el todo, es decir, en un conjunto de aspiraciones que si bien pretendían llevar al hombre a una mejor versión de sí mismo, terminaban por hacer más evidente la división entre el yo social y el yo reprimido, ése que un día vemos en el espejo y nos llena de escalofríos.
       Cortázar dijo que la vida puede ser “como un comentario de otra cosa que no alcanzamos, y que está ahí al alcance del salto que no damos”. Si entendemos así al otro yo, es sencillo verlo como una convicción del espíritu. 
       Pero ¿es en todos los casos deseable esta convicción? ¿No será mejor ver al yo como lo auténtico y al otro yo como la pérdida de lo auténtico? Adam Smith nos decía que no hay como tal una razón pura, pero sí una verdad absoluta, la cual es absoluta sólo cuando es auténtica. Habrá que preguntarnos si el yo auténtico es el que creemos propio o aquél que estamos inclinados a alcanzar.     

Foto de Дмитрий Хрусталев-Григорьев en Unsplash

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Soy un estudiante de la Facultad de Derecho en la UNAM, soy un tijuanense que adora los tacos de adobada, se pierde en los libros y se encuentra en la escritura.