Eso es más que obvio: el ánimo de mi país depende de que yo ataje esta serie de penaltis. Las gotas de sudor bajan por mi frente, bordean mis ojos, detienen su fluir en mis labios. Consumado el tiempo regular y la media hora del alargue, el empate es una barra irrompible. Queda la solución última, la de la serie de tiros desde los once pasos. Y ya no hay cansancio; el cuerpo ha rebasado esa etapa en donde los músculos se ponen tan tensos que es imposible calcular un cambio de juego, inmiscuirse en un duelo con el delantero rival, o emprender carreras de contragolpe. ¿A los ídolos también les habrá palpitado el corazón como a mí? Ahora, bien recluido al área chica, sé que hace falta un esfuerzo final: una apuesta de fe. Que sea la pelota la que decida al ganador, el fútbol sabe, nos dijo el D.T., un argentino que le llama Viejito a Dios.
Doy una última mirada a las gradas. Ojalá me encontrara con mi madre, que era la única que siempre me iba a ver a mis partidos llaneros y que, con su voz descompuesta a causa de tanta efusividad, me llenaba de calma al gritarme “¡échale ganas, pinche Cejardo!”. Fue ella quien inventó ese apodo que tanto han explotado en la publicidad. Hoy no hay voces para distinguir, sólo cánticos de orgullo nacional; cánticos de esperanza, de gente que quiere ver a su selección salir victoriosa. Porque de eso trata este deporte: gana mi equipo, triunfa mi país.
El árbitro pita. Es en estos momentos cuando quisiera que las luces se apagaran y quedáramos el tirador, la portería y yo. Un duelo auténticamente pambolero, en el que no habría más presión que la de resolver el empate. El tirador remata. No hay más. Si llegamos a la victoria, nos creeremos más grandes que el universo. Si perdemos, regresaremos a casa con la mirada en el piso. Así de simple, como la primera atajada que hice cuando era niño; simple como la época en la que yo era pequeño y el balón era de la mitad de mi estatura.
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