Una mañana, en el exclusivo colegio New England American School, se suscitó un hecho perturbador; prueba, sin duda, de que la salud mental concierne a grandes y pequeños. Hoy en día recuerdo detalladamente lo sucedido. Pero no se piense, por ello, que abrazo discursos disparatados, pues tales conforman históricamente el epítome del loco. Me atrevo a relatar lo presenciado, empero, para denunciar los peligros de la posmodernidad en el espíritu humano. Más o menos, esto ocurrió así:
—Buenos días, me alegra que haya podido asistir a la reunión, señora Bárcena.
—Claro que sí, directora, estoy a sus órdenes.
—La verdad es que me apena haberla citado, porque bien sé que es una mujer ocupada. Sin embargo, es necesario que esté enterada del comportamiento que ha tenido su hijo últimamente.
—¡Válgame el cielo! ¿¡Pero, dígame, de qué se trata!?
—Sucede que hace tres días, en clase, les enseñábamos a los niños la historia de la época colonial, y me parece que esto le ha afectado seriamente a Ander.
—¡Pero no me asuste, directora! —exclamó la pomposa mujer, asiendo sus áureos cabellos.
—Mire usted, lo que pasa es que, durante el receso, Ander no cesa de hostigar a sus compañeros, repitiendo a gritos por toda la escuela las mismas palabras: “¡La colonia sigue viva! ¡La colonia sigue viva!” Y es preocupante, pues hemos recibido llamadas de otros padres de familia, consternados por esta situación… Y tú, niño, ¿qué tienes que aclarar al respecto? —dijo la directora, dirigiéndose al infante, con mirada displicente.
—Pues ya lo sabe usted, ¡que la colonia sigue viva, pero está disfrazada! —respondió el mozo, enérgico, mientras saltaba sobre el escritorio de la educadora.
—¡Dios mío, Ander, deja de avergonzarme! ¡Eso acabó hace muchos años! —intervino la madre.
—¿Pero, qué no entiendes, ma? ¿No recuerdas que los más poderosos eran los españoles, y, después de ellos, sus descendientes blancos?
—¡Pero ahora todos somos mestizos! —replicó ella.
—¿Y que debajo de ellos estaban los demás: indios, negros, mulatos, saltapatrás, castizos?
—Pero si ellos son parte de nuestro pasado: ¡todos somos mestizos!
—Y si la colonia sigue viva, ¿no debo ser yo el profeta… el que anuncie y denuncie?
—Te digo, Ander, que todos somos mestizos, ¡fuimos hijos de los dioses, se robaron el oro y destruyeron nuestra cultura!
Tras este enunciado, Ander se desplomó sobre sus brazos y, casi tácitamente, evocando hechos pasados, balbuceó sus últimas palabras: “Te pedí la licuadora, no la olla. Si no vas a aprender español, mejor regrésate al cerro de donde te bajaron a tamborazos. Recuerda que gracias a mí tragas, pinche india.”