“Síndrome de Capgras” es la sentencia final del documento que tiene usted en sus manos, doctor. Tres palabras cierran una historia clínica que convence a cualquiera de que mi mal tiene nombre y se explica según la lógica del desquicio. 

Permítame ahorrarle tiempo desde el principio. Conozco el diagnóstico lo suficiente para citar de memoria los términos que, según sus colegas, dan cuenta de mi condición: “posible trauma craneoencefálico”, “ascendencia esquizofrénica”, “paranoia”, “ansiedad”. Ingredientes todos que componen la receta de un bodrio que los psiquiatras llaman simplemente “la ilusión del doble”, “la creencia de la paciente en que los seres que la rodean han sido sustituidos por impostores”.

Una simple y llana creencia; sólo eso. Un sueño lúcido, o una pesadilla, mejor dicho, producto de una mente enferma que se contenta con deformar la realidad antes de aceptar su propia inutilidad para crear vínculos afectivos con otros.  

Que su teoría los llene de calma no me sorprende. El mundo encontrará siempre la manera de justificar la perversión que lo alimenta. De cualquier forma, cuando a usted le pase, no habrá análisis ni palabras; solamente intuición e instinto. Lo único que se necesita para sobrevivir. Porque, aunque usted no lo crea, en este preciso momento, cientos de personas no volverán a sus hogares; han sido raptadas, torturadas, eliminadas. En su lugar llegará alguien que tiene el mismo color de ojos y cabello, misma complexión y cara. Alguien cuya familiaridad esconderá los propósitos más extraños e infames. 

Cuando a usted le pase, doctor, ese alguien lo perseguirá, lo maltratará, lo atormentará. Entonces, tendrá que tomar una decisión. Una como la que yo tomé aquella noche, cuando elegí entre mi vida y la de él. Cuando corté la garganta de mi supuesto marido en un acto de desesperación y justicia. La noche en que esperé tranquila al lado de ese impostor hasta que cayó la última gota de su sangre sobre el piso del hogar que intentó robar. 

Como puede ver, doctor, al final tendrá que tomar una decisión para la cual no existirá explicación posible.

Foto de Defri Enkasyarif en Unsplash

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Estudié filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras en Ciudad Universitaria; allí fue donde descubrí lo magnífico que es compartir historias.

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