Pato, pato, ganso

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Corríamos alrededor de los adultos, diferentes palmas rozaban la cabeza de unos y otros en el apretado círculo, –pato, pato, pato, pato, ¡ganso!– salíamos disparados, esperando ser más rápidos que la otra persona.
       La rima se repetía junto con las risas, en la apretada rueda contigua a nuestro juego, las voces de los adultos se levantaban en atisbos de una conversación habitual, pero no por eso comprendida. 
       Los muros en obra negra envolvían el espacio en su humedad, el aire viciado del coro de respiraciones y comida tibia. Karina tocó su coronilla –¡ganso!–, se puso de pie corriendo, en su vuelta observó la mesa con los platos vacíos; a Juan, el centinela frente a la mirilla de la puerta, sosteniendo su rifle a quien cariñosamente llamaba Susana en honor a su hija fallecida en los primeros enfrentamientos; vió la mano de su madre que sobaba lentamente la rodilla que a su padre le dolía cuando el viento soplaba con fuerza, memoria de una caída del caballo familiar guardado entre los árboles, lejos de miradas indiscretas que significaban problemas; se encontró a medio camino con la cara sonriente de Karina, marcada por las esquirlas de la bomba molotov mal armada. Llegué tarde al lugar.
       Pato, pato, pato… rozaba las cabezas de sus compañeros de juego. Los adultos comenzaron a levantarse. Pato, pato, pato… –¡Vámonos ya, dejen de jugar!– Pato, pato… –¡Mariana!– Pato, pato, pato… –¡Corre!…– Pato, pato… El ojo de Susana me sostuvo la mirada, los ojos preocupados de Juan detrás ¡Ganso!

Foto de IA en Canva.