Es su cumpleaños, no valdría la pena si no pudiera gritar a todo pulmón. Las siete de la mañana cuando suena la alarma, siete cuarenta cuando el Estudiante se levanta de la cama. Una playera negra que dice destruyamos todas las fronteras, pantalón negro de mezclilla que le aprieta las nalgas y unas botas gordas color vino hacen que se sienta cómodo. Desayuna lo que encuentra, un aguacate en tortilla da la energía que necesita. Guarda su libro, alguna novela fantástica de Pratchett, y sale de casa.
A las nueve y veinte de la mañana toma el metrobús de Av. Tláhuac, recorre el mar de hojalatas que se pudre bajo el sol. Luego, metro Zapata y de ahí el trasbordo a Tlatelolco. La cita es a las once en punto en la plaza de las Tres Culturas.
El contingente de la UACM está incompleto y ya pasan de las once. Los pocos que hay gritan como si fueran miles, miles que hacen falta. Al medio día y en el bajo puente de Eje Central en la Av. Lázaro Cárdenas, los gritos de la comunidad estudiantil se retuercen fuertes con un solo grito que el gran megáfono de concreto lanza directo al sol, y el Estudiante lo aprovecha.
A la una y media de la tarde sobre la calle 5 de mayo, un grupo radical con grandes piedras intenta romper los vidrios de un Sanborns y abrir un 7eleven sin éxito.
Sobre las bocas de las calles aledañas se asoman muy obedientes cabezas azules y brillantes bien puestas para recibir mentadas de madre que no tardan en llegar: “¡Hay que estudiar, hay que estudiar, el que no estudia a policía va a llegar!”
Los estudiantes llegan a la plaza de la Constitución alrededor de las dos y cuarto de la tarde. El Estudiante grita lo que puede, luego se calla, los pies le duelen. La plaza se va quedando vacía, únicamente quedan las pancartas ardiendo sobre el ombligo de la ciudad. Son las cuatro y, después de un silencio abrumador, se va.
Al llegar a casa va directo a su cama, se quita la ropa. Son las siete de la noche, se festeja intentando leer, pero cierra los ojos y esta vez no pone alarma alguna.