La infancia que se crea y recrea

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Cuando somos niños, resulta sencillo jugar e interpretar otros papeles, enfundarnos en la piel de celebridades, de astronautas, incluso de personajes fantásticos. Armar un espectáculo y creérnoslo. Creer que somos hadas si nos pegamos con cinta adhesiva unas alitas de papel, recién dibujadas y recortadas, en la espalda. Creer que somos Darth Vader tan sólo con una espadita de plástico o un palo de escoba, imitando torpemente una coreografía de pelea.

A mí, por ejemplo, me gustaba la sirenita, y lo que hacía para sentirme como ella era enredar las piernas una con la otra, envolverlas en una frazada y simular que eran aletas los pies que quedaban al descubierto. Y aunque en alguna parte de mí vivía latente la insatisfacción de que esos sueños y juegos eran intangibles e imposibles, de alguna manera me las arreglaba para ser feliz, para disfrutar, para sentir que quizá un día podría ser una verdadera sirena.

Porque en la infancia, es más fácil recrearse en los mundos posibles que nosotros mismos imaginamos: los límites de lo posible y lo imposible apenas se están dibujando, los horizontes de lo que puede ser y de lo que nosotros mismos podemos ser aún no se vislumbran. Todavía no nos alcanzan los golpes de la realidad…

Además, son pocas las pretensiones que tenemos; el poco tiempo que llevamos en el mundo no nos ha permitido recoger muchas. Apenas estamos desarrollando la necesidad de que otros nos miren y digan: “¡Miren, es un verdadero caballero Jedi!”, o “¡realmente es un hada!”. El reconocimiento propio ya lo tenemos, ya creemos lo que “somos”, porque nosotros mismos nos hemos construido así. Los otros niños también nos reconocen, pues ellos viven el mismo proceso, jugando con nosotros en un pacto de ficcionalidad que, entre todos, compartimos.

En la infancia, esta capacidad de inventarnos, crearnos y recrearnos es natural, sincera, ágil. Y posiblemente, sea una de las razones por las que extrañamos tanto el ser niños.

Foto de cottonbro en Pexels