Infancia

0
982

Hace poco más de un año fui invitada al tradicional festejo previo al nacimiento de una nueva pequeña que hizo crecer la familia. Soy de las que se acomplejan por tener que decidir entre regalar un tierno y diminuto mameluco rosado o una útil canasta repleta de artículos de primer uso para el bebé. Sin embargo, por esos días una sensación de añoranza me abrazó y tuve el impulso de escribirle a la niña unas líneas a modo de dedicatoria las cuales fueron pensadas como una petición. Desconozco si fueron leídas por alguien. Este fue el pliego:

Emma:

Pequeña, estoy segura de que vendrás a vivir a un hogar donde todos te cuidarán y procurarán tu bien. Tengo tantos deseos para ti, como que en tu vida te encuentres con personas con las que te sientas bien, que adoptes lugares donde encuentres tranquilidad y busques otros para emocionarte y brincar. Deseo que te enfermes de gripe lo menos posible y que sientas placer al mojarte bajo la lluvia. Deseo que algunas veces rías de simpleza y otras llores un poco de compasión por las desgracias de otros. Deseo que de vez en cuando mires el cielo y te encuentres con una nube en forma de perrito. Deseo que cuando ruedes por la colina del parque no te entre tierra a los zapatos para que tu mamá no te regañe, aunque ella de niña se emocionaba al rodar cuesta abajo. Deseo que si hallas un insecto no lo aplastes sin pensarlo, ellos pueden ser un poco feos pero seguro no son mal intencionados. Deseo que cuestiones todo a tu alrededor, que no te ignoren, que la curiosidad te busque, que los dogmas no te consuman pero que no menosprecies a los que tienen creencias porque son el vestigio vivo del pensamiento humano.

Esto fue lo que le escribí a Emma. La mayor parte de lo que mis adultos desearon para mí en mi infancia y lo que me causó risa, enojo y lo que consideré bueno y malo, nunca lo comprendí. Hoy en día deseo que mi oficina tenga al menos una ventana para que la resolana de las nueve me pegue en la cara.

Foto de cottonbro en Pexels