El mar forma parte de mí

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Todos mis cumpleaños han sido celebrados cerca del mar. No es un secreto que un costeño tenga un amor intrínseco hacia la brisa y la arena; el mar forma parte de mí, crecí entre las cálidas olas y el olor a sal en el aire. Creo que por eso, en alguna ocasión de mi niñez, mi madre me contó una leyenda de nuestra tierra. Déjenme reproducirla tanto como recuerdo:

Un galeón lusitano llevaba esclavos al puerto de Acapulco, pues los españoles necesitaban estibadores para el nuevo puerto que conectaba con Asia. Era urgente que aquellos negros llegaran. Sin embargo, el magnífico galeón en el trayecto tuvo la fortuna de encontrarse con una tormenta, semejante en magnitud al diluvio de la Biblia. La corriente fue tan poderosa que hundió el barco cerca de una costa inexplorada por los viajeros e inexistentes en los mapas. El detalle es que ningún europeo sobrevivió al percance, los únicos sobrevivientes tenían la piel negra.
       Ellos, en medio del caos, liberaron las sogas y nadaron como pudieron, gracias a un milagro lograron llegar a la costa, sedientos, hambrientos y cansados. Extranjeros en una tierra inhóspita, pero perseverantes y tenaces ante la muerte. Fue entonces que construyeron pequeños bajareques y desposaron a las indígenas locales. Es decir, construyeron un hogar y aprendieron a vivir en una costa incluso abandonada por Dios.

Cada vez que observo el mar recuerdo ese relato, pero pienso que mis antepasados negros fueron forzados por el destino a construir un nuevo hogar porque el océano era su prisión, con las olas como paredes infranqueables que les impedían volver a su querida Ítaca. La diferencia sustancial es que el rey griego Ulises pudo regresar a su reino, pero mis ancestros negros no. 
       No hay registros arqueológicos que prueben la existencia de aquel navío, ni documentos burocráticos que prueben aquella empresa esclavista, tampoco registros de una ruta marítima entre África y Acapulco; tan sólo sobreviven las historias de viva voz de los negros guerrerenses.

Hoy en día, el lugar donde sucedió el naufragio se conoce colectivamente como “El Faro”: la luz de la esperanza para los esclavizados, el albor de la libertad, pero sin el retorno a casa.

El mar, en otro tiempo prisión de mis antepasados, hoy es mi reino. 

El mar forma parte de mí.

Foto de Daniel Apodaca en Unsplash