No me interesa la metáfora;
me interesa la luz.
Se la mamé frente al espejo
recargado bajo la ventana. Maldijo entre dientes,
mirada fija al frente,
rostro bañado en áureo néctar.
Miré por encima del hombro
y vi a un hombre que no reconocí
con sus negros ojos fijos en mí.
Se abrió el culo peludo, rosita y reluciente
con saliva y sudor, su hendidura amarillenta
coloreada por la herrumbre. Hasta el piso colgaban
como higos maduros sus testículos.
Abrí la boca y la luz
se derramó en mi garganta como keroseno;
con alba llama ardió el desprecio
en deseo sublimado.
¡Ojalá pudiera
restregar mi rostro en esa sucia grieta
hasta impregnar mi carne
de su amargo aroma!
Chingarle dentro el fuego.
Derramar en su interior mi blanca lumbre.
Escucharlo gritar, suplicar por clemencia.
Seducido por el olor a carne quemada,
el hombre en el reflejo
separó más las piernas.