CIBERSEXO

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Hace unos días, después de chupársela a un completo desconocido en su departamento, le pedí que me grabara mientras me venía de rodillas junto a la puerta de la entrada. Ni siquiera intenté ocultármelo; quería jalármela viendo ese video al llegar a mi casa. Y así lo hice. En ningún momento el hombre apareció en la toma. El único indicio de su presencia era mi mirada fija en la cámara de mi celular.

Cuando tenía trece años me masturbaba para extraños por videollamada, y era igual. Ellos rara vez encendían sus cámaras y yo rara vez se los pedía. Lo que quería era verme. Verme siendo visto. A los quince años incluso llegué a mandar una foto desnudo y en cuatro a un blog BDSM, después de dejar fermentar la idea un par de días en mis testículos hasta conseguir apendejar mi sentido común. 

Por años me masturbé con ese recuerdo que, a fin de cuentas, sólo me contenía a mí. Aunque en realidad no era yo el de la foto, como tampoco era yo en aquellas videollamadas, o en este nuevo video donde me venía con la puerta abierta del departamento de aquel hombre y la luz de la media tarde que acentuaba todo lo que aborrezco de mí: mis facciones toscas, mi barba cerrada, mi vello hirsuto cubriéndome entero cual jabalí.

Al entregarme a la mirada de estos hombres, mi cuerpo se convirtió en una experiencia estética independiente de mí. No me veía a mí misme en la pantalla, sino a un hombre joven y barbón de facciones varoniles y atractivas, cuerpo fornido y velludo como un rico oso. Me deseaba, y mi deseo me transportaba al otro lado de la cámara, junto a esos hombres. Sólo así, volviéndome un fetiche, he sido capaz de tolerar un cuerpo que jamás ha sido mío. 

Foto de Nonsap Visuals en Unsplash