Cuando por las tardes cae el sol,
reúno tus voces y tus gestos
como me enseñaste a escoger
leña para la lumbre:
con presencia absoluta,
con la firme certeza
que el sol brotará en la llama
eterna.
Yo, como Proust,
soy un cuerpo entero de recuerdos
en el patio de tu casa.
La magdalena hinchada con invierno y té
se deshace en Combray.
Mientras tanto, las mandarinas
se despiden de la mata en caída libre.
Y como si la muerte se desprendiera de ti,
el zumo se desprende
breve e intensamente
de las esferas anaranjadas.
Si para el polímata griego Aristóteles
los recuerdos eran espíritus que viajaban
por la sangre hasta el corazón,
te desato entonces.
Corre,
vuela,
trota más allá
de la cueva de carnes y sangre
recorre mi geografía neuroanatómica,
desde hipocampo hasta amígdala.
Pero no mueras doblemente.
Que tus voces y tus gestos retumben en mí
como trueno entre las nubes,
para que cuando aparezca el viento
no te aleje
ni te borre con su soplo.