La primera vez que escuché sobre las manos de elefante fue en la pubertad. Una amiga traía en su mochila un barniz rosa Barbie y quería pintarnos las uñas a otras amigas y a mí. Todas estábamos felices al ver cómo una por una lucía el color hasta que llegó mi turno:
—¡Tienes las manos muy feas!
Nunca había puesto atención a ese detalle, para mí era normal tenerlas así. Mi mamá y mi abuela fueron mujeres que trabajaron mucho lavando ropa ajena y a mí me tocaba ayudar. Lo hacíamos a cielo abierto, sin lavadora. Mi abuela se sentía orgullosa de mí porque trabajaba muy duro y solía ser muy obediente:
—A ella dale otra carga, deja que su hermana se vaya. No aguanta nada, mira cómo se pone roja-roja con el sol, se va a desmayar. Tú sí aguantas —me decía—, porque estás morenita y los morenos somos buenos para las friegas. Además, las prietas nunca se arrugan.
No me gustó el tono de mi amiga cuando me dijo que mis manos eran feas. Tampoco me gustó que me las tocara y me señalara donde las tenía más cuarteadas, callosas y resecas:
—Tus manos se parecen a las de una señora grande.
Guardé silencio… Miré a mis amigas con detenimiento: eran más blancas que yo, más altas; me di cuenta de que sus cosas eran más bonitas que las mías. Sentí que me juzgaban con la mirada: reconocí la desaprobación de las personas que nos daban su ropa para lavar. Me embargó la misma incómoda sensación de no querer verles a los ojos y agachar la cabeza. Además, me hice consciente de que todo el tiempo me ardía la piel.
No supe de dónde saqué la fuerza para gritar:
—¡Déjame! ¡Al menos yo nunca me voy a arrugar!
Le arrebaté el barniz y lo estrellé contra la pared del salón.
—¿De qué hablas tonta? Me vas a pagar mi barniz nuevo o hago que te encierren en una jaula y te lleven al circo. Manos de elefante sucia —eso hizo estallar a carcajadas a los que la escucharon.
Me suspendieron una semana y, como parte del castigo, al volver, debía recoger la basura del patio después del recreo. También mandaron llamar a mi mamá y cuando salió de la oficina de la trabajadora social, me agarró las manos, las observó y sólo dijo:
—Ya vámonos.
Desde ese día, las niñas del salón me tenían miedo o me hablaban con cautela. Decían que era muy agresiva. Por el resto de la secundaria, mis compañeros me llamaron “manos de elefante”.
Foto de Vignesh Moorthy en Unsplash
¡Excelente historia! Conmovedora y muy cierta; las prácticas discriminativas están en muchos lados y toman las formas más cotidianas. Allí, en la reproducción diaria, en su intento de normalizarse encuentran su mejor arma. Gracias por compartir.