Cuando me decía: “mira nada más esos horribles barros. Vete a poner pomada”. Yo no tenía más remedio, era la pomada el pretexto para escaparme, decidido a que ésta sería la última vez. Incómodo, teniendo que ocultarlo, ¿para qué? Para que cuando llegue el momento, no pase nada.
Apenas escuchaba su grito: “papi”, y yo salía corriendo. Las primeras veces asustado, corriendo a ver si no le había pasado algo malo. Ahora sólo adivinaba si sería que olvidé guardar la comida en la nevera, o el cuento más reciente, en donde la vecina y yo tenemos una aventura durante las madrugadas. “A ver, ¿en dónde está tu otra caja de pastillas? Seguro que ya las usaste con aquella vieja”. Y ahí iba yo, de regreso al baño con la única intención de quitarme este bulto de encima. A dormir al sillón.
“Papi”, me despertaba en la madrugada. “Ya ven acá, estás mal acostado”. Me estiraba con su mano la caja y entonces la noche se me hacía día. Al amanecer ella no estaba ya. La encontraba en la cocina, la tomaba por la cintura, mientras besaba su cuello con manos traviesas. De una cachetada me hacía dar tres pasos para atrás: “¿en dónde estuviste anoche? Te largaste con ella. Me levanté por mi dolor de pies y no estabas”. Desbordaba lágrimas. No mami, te prometo que yo pasé la noche contigo. Ella corría a su cuarto, ponía llave y no había nadie que la sacara de ahí, sobre todo de su llanto.
Ven mi viejita, toma tu café con leche, le he puesto canela, como te gusta. Hoy no habrá razón para enojarnos. “Papi, ¿por qué ya no me besas como antes? Así mi viejito, de labio a labio. Tócame, toma mis pechos con tu boca, acaricia mis piernas con tu piel, quédate recostado en mi estómago. Mira papi, mis piernas ya no duelen, tómalas, únete a mí”. Sí mami, ten este beso apasionado, somos jóvenes otra vez, me digo frente a un espejo, mientras unto más crema de barros en mi nariz y cierro la puerta del baño con seguro, extrañándote, recordándote y deseándote como lo haré cada día que reste de mi vida.
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