Tengo veinte años. Consumo alcohol, marihuana, tabaco, cocaína y LSD. Más o menos en ese orden de frecuencia. A cada una de estas drogas llegué por caminos diferentes y con cada una tengo una amistad y conflictos particulares. El LSD ha sido la droga que más me ha transformado. Desbarató mi mundo.
La primera vez que lo consumí fue con una mujer que quería muchísimo. En ese viaje pude ver mi vida en retrospectiva. Fui consciente de todos mis daños y de esa amalgama hedionda de rencores y miedos que me conducían a la autodestrucción y la pérdida de mí. Con el LSD tuve los mejores y los peores viajes de mi vida. Experimenté muertes simbólicas. Resucité a un mundo en el que quise trabajar por mi bienestar. No todo fue bueno con el ácido lisérgico, me hizo explorar mis propios callejones llenos de basura, y claro que no me gustó. Ha sido la mejor terapia que he tenido, sin duda. Mi naturaleza atascada se tranquilizó un poco. Ese primer contacto con el ácido quedó registrado en este poema:
Volví a probar LSD
recuerdo la tarde en que lo hicimos juntos
tenía dieciséis años
te escuchaba hablar de las reminiscencias del ácido
en medio de las serpenteantes paredes de un hotel de Tlalpan
tú eras Alicia cayendo por el agujero
yo era un desierto
hoy te digo,
Miriam:
descenderé por el mismo agujero en el que caíste a los diecinueve años
y aunque asustado
tendré la certeza de que en tus brazos estuve a salvo de la muerte.
Luego de todo este camino de altibajos, atasques y locura con las drogas, he aprendido a llevarlas a mi cotidianidad como un medio para percibir eso que tiene el mundo de misterioso, sensitivo, lleno de colores y sonidos que vibran y hacen flotar.
Me gustan las drogas. Me gusta el fuego del encendedor. La risa y el llanto de saberme solo y drogado en esta ciudad inabarcable. Me vuelven amigo de la vida. Aterrizo del viaje. Respiro y estoy listo para el siguiente round.
Foto de Tatiana Colhoun on Unsplash