En el prefacio para el libro de André Bazin Orson Welles: A critical View, publicado en 1978, François Truffaut prepara un terreno analítico alrededor de la obra del cineasta estadounidense. La sombra de Citizen Kane (1941) no tarda en aparecer y Truffaut comparte una anécdota: “Volviendo de San Francisco en coche, me enseñaron, al pasar por delante, el San Simeon de Hearst y me propusieron visitarlo; yo rechacé la propuesta, porque no es San Simeon lo que me interesa sino Xanadu, no la realidad sino la obra de arte reflejada en la película.” Dicha sentencia propone una síntesis concreta para una idea de campo —espacio— cinematográfico. Claro está: la producción de la película insigne del Osezno —como alguna vez llamó Truffaut al joven Welles— jamás pasó cerca del Castillo Hearst en San Simeon, California. El Xanadu visto en pantalla es un constructo de al menos cuatro sitios distintos: la Casa del Prado en Balboa Park, San Diego; el Zoológico de ese mismo condado; los Busch Gardens de Pasadena e incluso el Castillo Oheka ubicado en Nueva York. Un lugar tan geográficamente improbable que comprende retazos que van de costa a costa en extremos continentales opuestos: del Pacífico al Atlántico. Un lugar edificado plano a plano.
¿Cuáles son las formas por las que el mundo ingresa a una película? ¿Qué mecanismos definen las transformaciones que sufren los lugares donde el cine se crea? En una dinámica recíproca, las imágenes y los espacios se afectan mutuamente.
Correspondencias quiméricas. Espejos y laberintos. Obra de extravíos y contravenciones.
Los trineos
no son
para golpear
son para deslizarse
Lo que se enuncia en la analepsis mítica. Amplitud y profundidad pura de la imagen. Con el objeto transicional perdido, vuelto pensamiento ultimado y lápida en llamas.
El paisaje níveo de la infancia
que se toma entre las manos
como una esfera al borde del quebranto.