Al girar sus ejes renacen los llantos de la producción que los trajo aquí, minando espacio, aire y silencio para avanzar a muchos de esos lugares que me cuesta reconocer.
¿Por qué me hicieron de esta manera? —Allá, en medio de todo, olvidaron de nuevo dejar al menos una cruz—. ¿Y cuánto más podré crecer? Nunca fui tan grande, al menos desde que me dieron mi primer nombre. ¿Debería seguirles advirtiendo que quizás no aguante más? Pero si los quiero tanto. Me gusta verlos abrazados en mis amigos rojos que son iguales a ellos: regresando a casa sólo a dormir un poco, un poco, lo suficiente para poder vivir un poco. Sin mucho.
Al menos ellos hablan conmigo y me dicen que están cansados —no tanto como los naranjas, pero lo están—, me dicen que ya no aguantan, pero deben de. Todos debemos de. Por las noches y en los semáforos les acompaño. Agradecen el consuelo. Pero los que tienen menos ejes, así como quienes los manejan, me ignoran; me ignoran, aunque sean los que me causan más cosquillas y me ponen más débil. Pero así está bien. Cuando ya no pueda más, quisiera que todos conocieran otros lugares más, no sólo a mí.
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