El velo de la noche se despliega sobre la tierra, mientras Salomé asiste a la fiesta del rey de Judea. Ella le teme y le repugna. En los ojos de su padrastro habita una lujuria inconfesable. Para alejarse de él, se acerca a la cisterna, donde yace un hombre enjaulado: un extraño profeta que predice la llegada de otro, aquel que transformará el destino del orbe.
Al mirarlo, la princesa se siente infatuada. El hombre es joven y hermoso, tiene magníficos labios rojos y cabellos azabache. Ella desea su cuerpo, pero él ni siquiera la mira. En sus formas perfectas solo vislumbra los pecados de su madre, una mujer que comparte el lecho con el hermano y asesino de su esposo.
Horas más tarde, cuando la francachela se encuentra en su cenit, Herodes le pide a su hijastra que baile para su placer. Ella se niega. El tetrarca le promete tierra y riquezas, pero ella se resiste. Él le ofrece la mitad de su reino, y ni el fulgor de la corona puede tentarla. Solo al otorgarle un cheque en blanco, su boca se curva en una malévola sonrisa.
La seda escarlata se desliza sobre su piel. Sus manos juguetean con el velo. Herodes la mira extasiado, prisionero del vaivén de sus caderas, de sus pechos grandes y firmes. Embriagado por su danza, está dispuesto a concederle cualquier cosa. Él se estremece cuando ella le susurra su único deseo: la cabeza de Juan el Bautista sobre una bandeja de plata.
Herodes accede, más la visión es terrible. Salomé besa los labios muertos del profeta. Acaricia sus mejillas, juega con sus cabellos. Horrorizado, el tetrarca ordena su muerte. Salomé no es más que un ángel caído, una víbora de ojos hermosos.
A lo largo de los siglos, la historia de Salomé ha inspirado a músicos y poetas. En 1891 Oscar Wilde llevó la historia al teatro, y catorce años después Richard Strauss la transformó en ópera. Desde entonces, Salomé recorre el mundo envuelta en su manto carmesí, simbolizando la pasión y el deseo, la seducción y el pecado.