Qué bien lucías, padre. Qué bien te sentaba la muerte.
Cuánto silencio y lejanía acumulados en estos raros años de tu ausencia.
Enrique Servín
Hoy soñé con mi padre.
Éramos niños
y él era un buen compañero de juego
para arrojar las piedras en el monte.
Qué viento más fuerte soplaba,
qué recuerdo tan desdibujado:
su ausencia me hace recordarlo
a medias,
me hace pensar en él
como se piensa en los árboles,
en las piedras, en las montañas.
Tal vez por eso desperté apretando los puños,
con la inercia del vuelo contenida en el pecho.
Del sueño no recuerdo más,
pero atesoro las palabras compartidas.
Ten esta piedra y arrójala al viento, dijo.
Padre, tenga esta piedra y sosténgala en su mano, respondí.
Hijo, la piedra que arrojas
conocerá nuevos paisajes
y al caer, echará raíces.
Nos despedimos: no recuerdo si lloré.
Padre, la piedra que le entrego
no conocerá paisajes ni echará raíces,
será polvo, como el día en que me muera.
Hasta entonces, padre, apriete fuerte su puño.
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