La lluvia tiene un poder mágico. Cuando la nata gris cargada de agua cubre el cielo, el aire sabe diferente. Mi sensibilidad cambia con su presencia. Observar cómo las nubes envuelven a las montañas, hace brotar de mi pecho una sensación de nostalgia. Aunque yo esté bien, provoca en mí una ausencia, me hace creer que me falta algo, me hace desear lo inexacto. Y por más que busque con insistencia en mi mente una palabra capaz de explicar aquello, me resulta imposible pronunciarla. No puedo nombrarlo porque no existe.
Pienso en un pasado imaginario y distante. Uno en el que soy abeja que vuela entre amapolas silvestres. A veces soy las flores, en ocasiones, el décimo pétalo rojo del capullo más joven, otras tantas, la tierra húmeda abrazada por las raíces, y en raros momentos, soy la miel de un panal.
Hubo un lejano momento en que no fuí persona, en el que no estuve hecho de palabras. Provengo de las estrellas. Las flores son estrellas del mundo, y las estrellas son flores del universo. Provengo del campo celestial, caí en migajas de meteorito, en forma de polen azul. El cielo me conoce porque en otro tiempo nací tormenta. Las personas me nombraron Huracán, levantaron sus manos en mi nombre, construyeron templos y rezaron. Miles de veladoras de cera se quemaron en un altar dedicado a mí. Yo, en agradecimiento, me rompí en miles de fragmentos cristalinos para morir por ellos. Luego reencarne en su maíz, en sus vientres, en su sangre.
La lluvia me da nostalgia. Extraño lo que no ha pasado, o quizá, lo que no puedo recordar. Algo en mí lo reconoce en las gotas que caen de allá arriba, en el agua que se desborda del firmamento. No solo he sido humano, también he sido lluvia. Por eso tengo nostalgia cuando llueve, porque me hace recordar cuando era nube y contemplaba el mundo desde las alturas.
Hermoso