Nadie se percata de mi presencia, a no ser que me acerque demasiado a sus alimentos. Me repudian, pero no se dan cuenta que nos necesitamos. Es más, podría afirmar que ellos me necesitan más que yo a ellos. Así es esto.
«No sabes cuántos niños en África quisieran tener en sus manos lo que tú», dice la señora cuya figura parece a punto de estallar de no ser por su vestido entallado y estampado de girasoles. «Anda, cómetelo ya». Entre lágrimas el escuincle se mete de un bocado el resto de la hamburguesa y juega con el juguete de regalo.
En otra mesa, la única ocupada junto al ventanal que separa el área de juegos del resto, unos novios arguyen sobre el sabor de las papas fritas con helado. Ambos portan batas que despiden un agradable olor a formol. Se besan. «Nunca comas delante de los pobres», musita una que pasa a su lado.
Me doy cuenta de algo. Todo el lugar parece de cristal exceptuando la cocina y los baños. ¡Pero si ahí es donde sucede la magia! En la primera se prepara la comida y en los segundos se marcha, y aunque para ellos ya no es comida, lo es para mí. ¿Por qué obstaculizar a la vista estos espacios? Como si no ver la cadena de preparación de los alimentos ocultara cómo funciona la ganadería industrial y sus repercusiones al planeta. Todas lo sabemos. Hemos estado ahí. Más por instinto que por gusto.
Para estar en un entorno antinatural, prefiero estar aquí; es más llevadero y entretenido. Allá resulta ensordecedor el clamor de mis amigas vacunas, en especial el de los novillos que creen haber corrido con mejor suerte que los indefensos terneros. Cabe mencionar que el hedor es repulsivo hasta para mí, y eso que de vez en cuando disfruto de pararme en algún excremento que se cruce por mi camino.
No entiendo su fascinación por consumir esto. Una no tiene de otra. Así me tocó. Ellos podrían subsistir a base de semillas y sus derivados; sería menos nocivo. Pero prefieren eso y joder al mundo, a nosotras, y ahí habrá que ver si de verdad les gusta el sabor a mierda.
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