Sin tiempo
llego a la cocina con mi camisa al revés,
con taquicardia, pálido, nervioso.
Los carros, atrapados en el tráfico,
aúllan augurando un NP en mi examen.
¿Cómo puedo gritar que ya no aguanto?
Me arrastro entre ollas sucias, frutas pútridas
y cucarachas hasta tocar la sandwichera.
Ni siquiera vi qué hacían mis manos
imaginando la escena en que encarno la pobreza.
Odio la espera porque se alimenta
de ella el pensamiento que prolifera.
Los aromas del trigo que se tuesta,
cual fríos tentáculos, aprisionan mi rostro
y lo colocan frente a aquella máquina
que se jacta de dar, como un hijo ejemplar,
comida a mi familia;
mientras yo sólo inútiles palabras
que ni tragar ni vender podríamos,
palabras que trituran mi garganta
al articular las tragedias del dinero:
dolor y placer que ella jamás probará.
Al tratar de reírme
siento en mi paladar, como en un rastro,
colgar los cerdos de cuyos cuellos abiertos
escapan cascadas de sangre
que cayendo en mi lengua la mutilan
cual las sierras los lomos porcinos,
en los que el calor de la sandwichera
guía la orquesta de chirridos del tocino,
recuerdos de puercos desollados vivos,
con que danzan y cantan las monedas
que festejan en los crueles bolsillos
de las trasnacionales,
cuya hambre de poder
desata las llamas de la codicia
donde sus cuerpos enfermamente opulentos
se convierten en una niebla verde
que envuelve nuestra tierra hasta quitárnosla:
humo inhumano que se adueña de mis manos,
mas no de mis labios que lo hacen un canto
que cesa el silencio del miedo a nombrarlos.
Cuando saco el pan quemado de la máquina
un viento helado congela mi nuca:
la nevera con sus gélidos dedos
extirpa de mi pecho mis órganos
que la estufa atrapa con sus garras de fuego
y los asa en las brasas del destino.
Cucharas, tenedores y cuchillos,
como hienas, esperan en la mesa
al pensamiento que aparece con mi cuerpo
en un plato, sin pelo, marinado.
Cuando observo cómo cercenan mis miembros
me pregunto llorando y riendo:
¿por qué no desayuné cereales con leche?