— ¿Qué opinan de las semillas artificialmente modificadas? —preguntó mi profesora.
— Mis amigos biólogos dicen que son la mejor solución al problema de la hambruna. Yo estoy de acuerdo con ellos, creo que son necesarias. Sin ellas, mucha gente extremadamente pobre o marginada moriría de hambre.
En aquel momento pensé en las tierras de cultivo que son despojadas para plantar narcóticos, en la sobreproducción industrial de alimentos y los mares de frutas y verduras que vi en documentales. La naturaleza nos da lo que necesitamos en el momento ideal, me dijeron en un mercado orgánico; cuando es invierno, hay naranjas, por ejemplo, ricas en vitamina C.
Desde ahí empecé a ver las albercas frutales de los supermercados como trofeos de la modernidad, un adorno que está ahí por el puro gusto de tener la naturaleza a disposición, igual que las fuentes en tiempos de sequía. Antes de ir a ese mercado, ya sabía de la temporalidad del cultivo: naturalmente, todo el año no puede tenerse todo. Pero lo olvidé a causa de los martes de frescura. Quiero volver a germinar un frijol, igual que en ese experimento que hice en la primaria, para recordar que el crecimiento de las plantas toma más tiempo que un timelapse de Youtube.
— ¿Alguien más tiene otra opinión? —volvió a preguntar mi profesora.
— Creo que las semillas artificialmente modificadas son un dedo para tapar el sol —contesté—, o el paracetamol de esos biólogos que las consideran como única solución a la hambruna.
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