Estoy convencida que cuando un alimento llega a nuestra vida y a nuestra boca se queda en nuestra memoria y forma parte de nuestra historia e identidad.
Si tuviera la oportunidad de explicar quién soy a través de la comida, seguramente me presentaría con un agua de horchata o con los buñuelos que mi abuela Male siempre preparaba. Aunque solo conviví con ella tres años de mi vida, tiempo después descubrí que esa miel con piloncillo y anís siempre sería un medio para volver a conectar con mi abuela en cada ocasión que probara la receta de sus buñuelos.
Fue ahí donde entendí que los alimentos nos transportan en el tiempo y la comida no solo nos nutre, sino que también nos permite mostrar quiénes somos y sentirnos identificados con un proceso que nos vincula con personas, con nuestro entorno, nuestro país, nuestra cultura y con nosotros mismos.
¿Qué pasaría si nos permitiéramos descubrir los símbolos y las historias que están detrás de nuestra comida? Tal vez descubriríamos que el abrazo de mamá se puede volver a sentir en los platillos que nos preparaba de pequeños.
¿En qué momentos la comida nos ha acompañado para hacer de nuestras vidas un camino más placentero y suave? Por ejemplo, el día que nos prepararon un caldo de pollo con un Sidral Mundet cuando nos enfermamos del estómago.
¿Qué pasaría si nuestra historia tuviera que contarse por medio de la comida? ¿Qué alimentos incluiríamos en nuestra autobiografía alimentaria? Yo dejaría una nota para mi yo de 10 años recordando que no existe un mejor desayuno que unos hot cakes y un chocomilk.
Comer es una necesidad que nos recuerda que seguimos vivos,, pensando y sintiendo. Me gusta creer que hablar de mi alimentación es contar quién soy, quién fui y quién puedo ser, y que cuando compartimos alimentos, compartimos nuestra historia a través de la comida.
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