Tenía tanto miedo de volver a ver el rostro de aquel sujeto que no volví a tener sueños. Sin saberlo, al tirar del gatillo también me condené. Nunca supe su nombre ni la razón por la que lo sentenciaron. Solo me pararon frente a él y colocaron la escuadra en mis manos. No tuvieron que decir más, sabía qué esperaban de mí. No fue fácil pero tampoco algo tan complicado. Tenía 16 años y pocas opciones. Acabé con el hambre que me había acompañado desde niño a costa de mi conciencia tranquila. Poco a poco fui subiendo en la organización, cada vez fui sumando más muertos a mi historia, hasta que mi nombre fue sinónimo de muerte. Ya no los recuerdo a todos.
El miedo inicial fue desapareciendo conforme la voz interna de mi conciencia se iba acallando. ¿De qué otra forma podría ser? ¿De qué otra manera podría seguir viviendo si no enterrara todo eso en lo más profundo de mí? Sé que ya no tengo redención. No sé en qué momento perdí eso que denominan humanidad. El flujo de mis actos y pensamientos es apenas el resultado de un instinto de sobrevivencia animal, de un vacío que no se llena con nada. En el fondo sigo siendo ese chico asustado que cambió su vida por unos billetes.
Por fin me han detenido (en realidad lo he permitido). Ahora que me encuentro reducido a unos cuantos metros de concreto y acero, me alegra estar aquí, contenido, separado del resto para no seguir dañando a nadie, porque yo ya no encontraba forma de detenerme. Ahora que el tiempo parece suspenderse y que sólo puedo hacer estos exámenes de conciencia, me doy cuenta que mi condena recién comienza: Estoy encerrado con mi peor enemigo.
Quisiera tener un arma para silenciarlo.
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