Mientras dejaba Acapulco hace algunos años, leía El amor en los tiempos del cólera, novela ambientada en una ciudad portuaria anónima, pero que los lectores avispados de García Márquez señalaron como Cartagena. Confieso que estaba enamorado e identificaba mi historia de amor con las desventuras del joven Florentino Ariza. En ese momento, mis recuerdos de las calles de Acapulco se convertían en aquella ciudad portuaria. Después, cuando tuve la oportunidad de volver, relacionaba los barrios acapulqueños y el Océano Pacífico con las descripciones de la ciudad antigua, el mercado insalubre o el mar caribeño expuestos en los párrafos. Es increíble el poder de la imaginación. Al releer las letras del libro frente al mar acapulqueño descubrí que podía transportarme hacia la ciudad de finales del siglo XIX y ver la historia de amor de un pobre desdichado contrastada con la mía. El espacio mutaba y los cruceros turísticos se transformaban en los buques de la Compañía Fluvial del Caribe, los moteles playeros en los hoteles de Lotario y sus pajaritas, y finalmente, la bahía de Santa Lucía se convertía en el portentoso faro. En mi mente yo era Florentino y componía grandes versos al mismo tiempo que buscaba extravagantes caminos entre las calles para ver a mi Fermina Daza.
En fin, espero ir algún día a Cartagena para comprobar mis delirios.
Mientras tanto, en aquellas exploraciones delirantes pude ver las diferencias que había en mi hogar. En el pasado se quedó la playa tranquila y serena, libre de periódicos de nota roja, estatuas feas de Derbez, condominios abandonados y violencia interminable. Sin embargo, también se ha quedado atrás aquel niño escuálido con el sueño de conocer la nieve, ingenuo y enamoradizo.
Acapulco forma parte de mí, al igual que Rosario en el “che” que le digo a mis amigos, Comaltepec en mi piel negra afromexicana, Coyuca de Benítez en mi andar de bicicleta y la Ciudad de México en mi escandaloso insomnio. En otras palabras, estamos hechos de lugares.
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