Yo pensaba que para pertenecer a un lugar tenía que comprometerme con algo o con alguien. Conocer las esquinas y los atajos, ver con familiaridad las casas y las caras. Sin embargo, aún no he ido a los emblemáticos sitios de mi ciudad, no encuentro causas que alimentar; lo más fácil es comprar bebidas o fumar. No cuento con tantos amigos, solo recorro las mismas calles una y otra vez.
A veces me llena de culpa sentir tanto ego, querer sentir las calles y que el mundo sienta también mi carne, que arda todo el día que yo falte. No es que sea joven —tal vez tenga algo que ver—; es, más que nada, el deseo de formar parte de una corporalidad colectiva que rebase el promedio de nuestras estaturas para dejarnos ver qué hay más allá de la acera. Quiero hacer falta cuando me vaya, pero no de manera esencial; quiero que nunca me pierdan de vista, jugar con la ciudad un juego limpio y sencillo. Habitar un deseo colectivo. Necesito que la ciudad me dé la pauta para darle sentido a una continuidad del yo, comprometerme con un futuro colectivo y de nuevo atreverme repetidamente a alzar la voz y plantar árboles en el jardín, en la avenida o en cualquier lugar que llegue a pisar. Gritar que no soy un fantasma y que existí, en ese estilo de vida desenfrenado, en una ciudad que se limpia de mí, pero yo no me podré limpiar: la ciudad que me he acostumbrado a habitar es mi cuarto.
Soy estudiante foránea y me he mudado tres veces. Cada mudanza duele, me reencuentro con la misma herida de no pertenecer. La primera vez que empaqué, la frialdad de aquel cuarto se incrustó en cada nueva pared que llegué a habitar después. Desde aquella vez, me dan miedo las cajas de cartón, la ropa innecesaria, los adornos y las visitas. Me da miedo no cuidar lo suficiente, pero también cuidar demasiado. Nada me pertenece y eso mi mente lo traduce como que nada me quiere. Ya no pertenezco ni a donde alguna vez fui querida.
Después de la primera mudanza, sentía que las nuevas paredes juzgaban la extrañeza de mis hábitos. No podía pintar, ni manchar nada. Me reprimía para no romper el silencio o los recuerdos de quien sí pertenecía a ese lugar. Me da miedo sentirme tan ajena y que ya nada me vuelva a pertenecer jamás. Como cuando era niña. Era mi casa, ahora es la casa de mis padres. Eran mis juguetes que habitaban mi ciudad ficticia y los nombraba, los cuidaba y, si algún día llegaba a faltar algún juguete, me lamentaba. Era yo, mía. Ahora soy la que no pertenece, la matrícula, la estudiante, la inquilina, la sensible, la no querida. Como un soplo, ahora me da miedo pasar frío en algún cuarto inexistente de mí.
No acepto aún el aliento de la burocracia que congela el llanto en los ojos de todos. Todo esto pasará, pero me cansa medirme por lo que no me pertenece, en la indiferencia de una ciudad que no lleva ni siquiera un registro de la foraneidad. No tengo un lugar donde llorar, me he tragado las lágrimas porque el lavabo se puede oxidar, no me he sentido segura en ningún lugar. El día de la mudanza me sentía tan fatigada que solo quería acabar. Todo pasó tan rápido que no pude despedirme del lugar con el que, ya hasta después supe, me había encariñado. Apenas estoy bosquejando quién soy o lo que quiero, pero me tiene que quedar muy claro a dónde no pertenezco. Este último semestre está cargado de mucha incertidumbre porque, ¿en dónde busco trabajo? ¿En una gran capital? ¿En mi ciudad natal? ¿Qué implica volver a empacar todo y reacomodar de nuevo un lugar? Reacomodar las vértebras, someter al espacio para que esté a mi merced. Violentar un lugar para gestarse ahí por un rato.
Hay veces que no me duele tanto, en las que he sentido que pertenezco a mis amigas en la calle. Me gustaría salir más, pero poco a poco se acaban los lugares, el dinero, las ideas, el alumbrado, las conversaciones o la energía. No hay a dónde ir, ni hacia dónde caminar. Entonces regreso a la soledad donde pertenezco.
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