“Oye, tú. El que está llorando. ¡Acércate!” El eco de aquella voz resonó entre las paredes del pasillo hasta escaparse por las vías del metro rumbo a Constitución de 1917. Me habría gustado moverme con aquella misma velocidad, pero las piernas apenas me sostenían. Qué barbaridad tener que cargar también con el peso de la partida de alguien.
El señor V. decía que en todos hay arte y que la mayoría depende de otros para liberarlo. Solía acudir a la calle de Academia 22, detrás de Palacio Nacional, para servir como modelo.
—¿No le daba pena?
—Está jodido sentir lástima por uno mismo. ¡Al contrario! Me emocionaba verme desde otros ojos. Algunos dibujaban lo superficial, pero otros veían más allá y calcaban el futuro. Retrataban mis huesos. Se vuelve menos pesado cuando uno se ve así, a través del arte, y se explora.
«Don Ventura. Experto en el arte de la adivinación», decía el cartel que pendía del cuello de aquella voz.
—¿Qué quieres de mí?
—Nada puedes ofrecerme, chico. Sólo es un servicio.
—Necesito saber adónde ir. La vida se me va en perseguir sueños y fantasmas. Merezco conocer el rumbo de mi vida. Así podré tomar las riendas.
—Incertidumbre. Lo de siempre… No puedo ayudarte, nadie puede. Chico, al futuro no le importa lo que quieres. El tiempo se vive y ya.
—¿Entonces qué vendes?
—Ilusiones, ya sabes, de salud, de riquezas, de amor, de fama. La gente las necesita para sobrellevar su existencia e ignorar el pasado. En esas promesas fijan su mirada, su valor, entonces maquinalmente vagan con una esperanza que, si bien podría rendir frutos, sólo es ilusoria. Pero contigo son inútiles; las lágrimas han abierto tus ojos. Ahora, éstos volverán hacia atrás constantemente con el propósito de entender quién eres, y quizá consigas ser quien quieres.
Me dio la espalda y subió hacia el Eje Central.
Ahora, al lado del difunto señor V., pienso que no se refería solamente a la física, sino a una exploración más profunda y dolorosa que lucha contra las garras del olvido.
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